Frutos, no espectáculo: discernir la verdadera obra del Espíritu en la iglesia
La manifestación auténtica de la presencia de Dios en la comunidad cristiana siempre se reconoce por los frutos que produce, no por las sensaciones que despierta ni por el espectáculo que pueda generar. Jesús fue directo: “Por sus frutos los conoceréis” (Mateo 7:16). No caminamos por lo que vemos o sentimos, sino “por fe, no por vista” (2 Corintios 5:7).
Cuando el Espíritu Santo obra de verdad en un creyente o en una iglesia, lo primero que se evidencia es la humildad: un corazón que se inclina, que sirve, que no busca protagonismo, que entiende que toda autoridad en el Reino es responsabilidad, no ventaja. Cristo mismo “se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo” (Filipenses 2:7) y enseñó que “el mayor de vosotros será vuestro servidor” (Mateo 23:11). La verdadera unción jamás coloca a las personas en una posición de dominio sobre otras; más bien, empuja al creyente a imitar a Cristo en su entrega y servicio. Por eso Pedro exhorta a los líderes a pastorear “no como teniendo señorío sobre los que están a vuestro cuidado, sino siendo ejemplos de la grey” (1 Pedro 5:3), y Jesús recordó que en su Reino “el que quiera hacerse grande entre vosotros será vuestro servidor” (Mateo 20:26).
Cuando se olvida la Palabra, se distorsiona la obra del Espíritu
No es raro que, en diferentes épocas, la iglesia enfrente distorsiones. Muchas veces estas distorsiones surgen porque el pueblo de Dios ha olvidado la importancia de la Palabra. El Señor lamenta: “Mi pueblo fue destruido, porque le faltó conocimiento” (Oseas 4:6). Cuando la Biblia deja de ser el fundamento, cualquier discurso emocional o aparente “revelación” se vuelve convincente para quienes no conocen el consejo de Dios.
La Escritura afirma que “toda la Escritura es inspirada por Dios… a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra” (2 Timoteo 3:16–17). Si ese fundamento se debilita, el edificio espiritual se vuelve frágil, como la casa edificada sobre la arena (Mateo 7:26–27). Esta falta de formación bíblica abre la puerta a que voces sin verdadero fundamento espiritual se levanten con autoridad que no poseen, y que la congregación acepte como legítimas manifestaciones de Dios lo que en realidad no lo son. Por eso se nos exhorta: “Amados… no creáis a todo espíritu, sino probad los espíritus si son de Dios” (1 Juan 4:1), y Pablo advierte que, aunque un ángel anunciara un evangelio diferente, debe ser rechazado (Gálatas 1:8).
La Palabra: cauce puro para la obra del Espíritu
La Palabra de Dios no es un accesorio en la vida espiritual; es el cauce por donde la obra del Espíritu fluye con pureza. “Lámpara es a mis pies tu palabra, y lumbrera a mi camino” (Salmo 119:105). Cuando se pierde el cauce, el río se desborda. Del mismo modo, cuando la iglesia se aleja de la Escritura, las expresiones espirituales se desordenan, pierden discernimiento y pueden terminar dañando a quienes deberían edificar.
Dios no es Dios de caos, “porque Dios no es Dios de confusión, sino de paz” (1 Corintios 14:33), y su mandato es claro: “pero hágase todo decentemente y con orden” (1 Corintios 14:40). La revelación bíblica nos permite conocer el carácter, el propósito y la forma en que Dios actúa. “Santifícalos en tu verdad; tu palabra es verdad” (Juan 17:17). Y es desde ese conocimiento que podemos evaluar cualquier manifestación espiritual y reconocer si proviene verdaderamente del Señor, recordando que las Escrituras dan testimonio de Cristo (Juan 5:39) y que Dios nos ha hablado “por el Hijo” (Hebreos 1:1–2).
Una comunidad sin élites: liderazgo como servicio
Además, una iglesia guiada por el Espíritu entiende que su estructura no está diseñada para crear élites espirituales ni castas de poder. Jesús dijo: “Vosotros no queráis que os llamen Rabí; porque uno es vuestro Maestro, el Cristo, y todos vosotros sois hermanos” (Mateo 23:8). El evangelio establece una comunidad horizontal, formada por gente redimida en la misma sangre, donde ninguno es más valioso que otro y donde el liderazgo es simplemente una extensión del servicio.
En Cristo “no hay judío ni griego… porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gálatas 3:28). Hemos sido comprados “de todo linaje y lengua y pueblo y nación” por la misma sangre (Apocalipsis 5:9). En el Reino, grande es el que se hace pequeño, y el que ocupa lugar de autoridad es el primero en poner la mesa para otros, siguiendo el ejemplo del Maestro que lavó los pies de sus discípulos: “ejemplo os he dado, para que como yo os he hecho, vosotros también hagáis” (Juan 13:15).
La huella del Espíritu: carácter de Cristo, no dependencia humana
La verdadera obra del Espíritu Santo en una congregación reproduce el carácter de Cristo: mansedumbre, compasión, entrega, amor sacrificial. Es el fruto del Espíritu: “amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza” (Gálatas 5:22–23). No busca rehenes emocionales ni personas dependientes de figuras humanas, sino hijos libres que dependen exclusivamente del Padre. “Para libertad nos libertó Cristo” (Gálatas 5:1), y “no habéis recibido el espíritu de esclavitud… sino el Espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre!” (Romanos 8:15).
Por eso, una iglesia que quiere ver la manifestación genuina de Dios debe volver a la esencia: formación bíblica sólida, discernimiento espiritual maduro y una visión de servicio que refleje a Cristo. La madurez espiritual se evidencia en quienes, “por el uso, tienen los sentidos ejercitados en el discernimiento del bien y del mal” (Hebreos 5:14), mientras la Palabra de Cristo mora abundantemente en la comunidad (Colosenses 3:16).
Cuando Cristo es el centro, la iglesia se vuelve luz al mundo
Cuando esto ocurre, la iglesia deja de ser un escenario de discursos vacíos o manifestaciones inmaduras y se convierte en una comunidad que muestra al mundo la imagen del Hijo, creciendo “en todo en aquel que es la cabeza, esto es, Cristo” (Efesios 4:15). El propósito es que el cuerpo sea edificado en amor (Efesios 4:16) y que el mundo reconozca a los discípulos por su amor mutuo (Juan 13:35).
Así, la iglesia vive para servir, crecer y preparar a las generaciones que vienen, obedeciendo el mandato de transmitir la fe: “Lo que has oído de mí ante muchos testigos, esto encarga a hombres fieles que sean idóneos para enseñar también a otros” (2 Timoteo 2:2; cf. Salmo 78:4). Porque la iglesia no es propiedad de los líderes, sino de Dios: fue comprada “con su propia sangre” (Hechos 20:28), y Cristo es quien edifica su iglesia (Mateo 16:18).
Y cuando se le devuelve al Señor lo que es suyo —el centro, la gloria, la dirección—, su gloria vuelve a brillar con autenticidad y poder transformador. El llamado sigue siendo: “Acuérdate… arrepiéntete, y haz las primeras obras” (Apocalipsis 2:5), confiando en que, cuando su pueblo se humilla, ora y vuelve su rostro a Dios, Él oye, perdona y sana (2 Crónicas 7:14). Entonces la iglesia se convierte en un testimonio vivo de la gloria de Dios en medio de un mundo necesitado de ver a Cristo, no solo en palabras, sino en vida.
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